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Algo falla y de manera estrepitosa. No puede ser que el último pensamiento de una mujer dispuesta a acabar con su vida, a dejar huérfanos a sus hijos, sea para la jueza de violencia de género que ha llevado su dramático caso. Sara Calleja se tiró por la ventana después de haber puesto 19 denuncias contra su ex pareja, después de tres juicios, después de que su maltratador pasara nueve meses en prisión y de que en dos ocasiones éste quebrantara las órdenes de protección. Harta y cansada, acabó con su vida. Era la segunda vez que lo intentaba.
Antes de conseguirlo dirigió una carta a la jueza de violencia de género que llevaba su caso en Ibiza. En realidad es una carta a la justicia, una carta al Estado, una carta a una sociedad que no reacciona, que cree que la violencia, el acoso, el insulto cotidiano es un chascarrillo, una picaresca femenina para obtener algo a cambio. Una misiva dirigida a la falta de sensibilidad ante un drama que lleva muchos años, -demasiados ya- golpeando las portadas de los diarios y abriendo los titulares de los telediarios.

No me gustaría estar en la piel de esta jueza, ni en la de la jueza de Ourense que no dictó una orden de alejamiento contra el esposo de Isabel Fuentes, que murió en  su cama de hospital, asesinada por su marido.  Ellas han fallado, eso parece evidente, pero no nos quedemos en buscar un culpable fácil. Aquí lo que falla es el sistema en su conjunto. Este maltratador, este acosador profesional ha acabado con su víctima y no podrán meterlo en la cárcel, nadie podrá ahora culparlo de nada. Como decía la propia Sara en su carta de despedida, él ha ganado; como en un juego de cartas macabro le robó todo lo que tenía y es ella quien deja la partida.

Algo falla si dos de cada diez víctimas de violencia de género intentan el suicidio como una escapatoria. Algo no funciona si la mujer acorralada por la violencia siente que lo único que puede hacer es escapar matándose.  No podemos limitarnos a tratar este fenómeno social como un índice más de la contabilidad oficial.  No podemos tratar la violencia machista como si hablásemos del IPC y cada año emitiéramos un informe para manifestar los datos.

Estamos hablando de seres humanos. De mujeres, de hijos, de hijas y familiares golpeadas por un drama al que dar respuesta y solución. En primer lugar, desde la sensibilidad social; de todos y cada uno de nosotros. No podemos aceptar que nuestra reacción se limite a acuñar un nuevo concepto sociológico: el suicidio de género. Queda muy profesional, pero no nos sirve para nada. A Sara y a sus dos hijos huérfanos no les sirve para nada.