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Hace unos días Juana Monge decidió volver con su marido maltratador porque estaba enfermo de cáncer. El hombre tenía una orden de alejamiento de su ex mujer desde el pasado mes de septiembre pero ella decidió “por humanidad” regresar con él y cuidarle del avanzado cáncer que sufría. El gesto de generosidad de Juana le costó la vida. Fue asesinada a golpes de hacha. Luego el asesino se ahorcó.

¿Cómo explicar este asesinato brutal de quién está dispuesto a perdonar y hacer tabla rasa de las vejaciones para ir en tu ayuda en el último momento de la vida? ¿Si ese gesto lo hubiese hecho un hermano, una hija, un padre o una madre, habría hecho lo mismo? Estoy segura de que no. La muerte de Juana refleja el sentimiento machista a ultranza. Es como si el ex marido dijese “si yo tengo que morir, morirás tú también porque para eso me perteneces”. El maltrato  contra las mujeres reposa en el sentimiento más extremo de posesión; mejor dicho, de propiedad que ciertos hombres sienten sobre la mujer. Llevado al paroxismo, ella no tiene derecho a vivir sino es a su lado… Y de no ser así es mejor que muera.

La violencia de género es el último eslabón de la desigualdad entre sexos. Y el asesinato machista es el  último acto de violencia  contra la mujer. Ya nada se puede hacer por Juana. Y, por lo que sabemos, se hizo  todo lo que era necesario. Los protocolos funcionaron: protección, orden de alejamiento, incluso la policía habló con ella un día antes del crimen para asegurarse de lo que estaba haciendo. De ahí que la tragedia parezca aún más terrible.

Estamos otra vez en noviembre, otra vez es un otoñal y triste 25 de noviembre y ya son 39 las asesinadas. Molesta a mi conciencia volver a decir lo mismo que dije hace un año. Pero estos 39 nombres son las mujeres que ya no tienen voz, las que ya no pueden denunciar, las que ya no pueden llamar al 016, ese número que no deja rastro. 

Es imprescindible seguir buscando soluciones. Sí, más recursos económicos facilitan las cosas, seguro. Pero cuando miramos a nuestros amigos del norte, los tan admirados suecos y noruegos -a los que tanto quieren parecerse algunos- y constatamos que están a la cabeza en número de mujeres asesinadas, se impone una reflexión. ¿Cómo es posible que en estos países, emblemas del Estado de Bienestar, pioneros en materia de paridad y abanderados de la equidad sufran los más elevados índices de crímenes machistas?

Nos enfrentamos a un problema que es complejo, que responde a diversas variables: culturales, históricas, sociales y psicológicas.  Las soluciones deben ser también diversas. Ahora bien, una cosa está clara para todos los expertos: la igualdad de oportunidades, la independencia económica, el reconocimiento social, son las llaves para detener la violencia o, al menos, para limitarla. Tal vez tengamos que hacer un esfuerzo renovado en esa línea.

No simplifiquemos las soluciones y, ante todo, tengamos presente que -en ningún caso- la resolución de este mal pasa por colocarse una lazo violeta en la solapa cada 25 de noviembre.