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He escrito muchas columnas de opinión con la consabida frase “por primera vez en la historia una mujer…” Y aquí va otra.

Por primera vez en 205 años de historia el Tribunal Supremo, el órgano cúspide del poder judicial, contará con mujeres en todas sus salas.

La cumbre de la judicatura ha sido, hasta ahora, terreno hostil para las mujeres, sea porque ellas llegaron mucho más tarde que ellos a la carrera judicial (recordemos que hasta hace muy poco las mujeres no podían ser jueces), sea por la inercia patriarcal y ese apego insoportable a los usos y costumbres. Lo cierto es que las mujeres llegaban tarde, mal y a rastras a tales esferas. Además, cuando llegaban lo hacían de manera individual, es decir, a pinceladas; discretamente, una por aquí y una por allá, como para que no se notase.

En esos ámbitos el concepto de “techo de cristal” estaba -bueno digamos que aún sigue estando- al orden del día. Es decir, cuanto más arriba en el escalafón del mando y la autoridad, menos presencia de mujeres. Y esto a pesar de que en las facultades de Derecho de media España ellas son abrumadora mayoría y de que, hoy por hoy, los juzgados también están poblados de caras femeninas.

Cuando hablo con algunos juristas de este tema la respuesta es automática: “es cuestión de tiempo” y con eso despachamos el asunto. O sea que me cojo un taburete y me siento a esperar delante de la puerta a que la igualdad y la paridad pasen por delante, a ver si me toca.

La respuesta no me termina de convencer. Sobre todo cuando miro a mi alrededor y veo a las chicas jóvenes trabajando en oficinas, en bancos, en fábricas, en la policía, en las universidades, en la política, en los sindicatos, en las iglesias y religiones de todo tipo, en la carrera diplomática, en las empresas tecnológicas, en las operadoras de telefonía, en las conserveras, en la pesca, etc. Y casi siempre tienen como jefe a un caballero.

Entonces llega la otra súper frase explicativa: “será porque se lo merece”.  Tampoco me convence del todo. Porque, claro, si una ni siquiera tiene la oportunidad de merecer el puesto, ya sea porque quien elige es un colega del candidato y prefiere a un chico o porque ser jefe supone más horas y “¿qué hago con los críos?”, estamos apañadas.

Lo cierto es que el único lugar donde ellas son las amas y señoras es en casa, nadie limpia y friega como ella, nadie le quita la prerrogativa absoluta de hacer los desayunos las comidas las meriendas y las cenas y, ojo, incluso manda el fin de semana. Es más, incluso de noche cuando todos duermen y hay que atender una urgencia infantil, ella manda. Nadie pone en duda su poder, nadie le amenaza en su terreno. Es el mérito de no tener competidores.