Herramientas de accesibilidad

De las cientos de fotos dramáticas que nos deja a diario la guerra de Siria hay una que se me ha quedado grabada en la retina. Una mujer lleva en sus brazos a un bebé de meses, carga con varias bolsas sobre sus hombros y en sus manos, a su lado un niño pequeño se aferra a sus ropas harapientas y sucias de polvo y tierra, junto a ella van tres hombres, todos con las manos en los bolsillos.

Seguramente no es la foto más dramática de esa horrenda guerra, seguramente no es la que nos revuelve las entrañas, como la del pequeño Aylan que dio la vuelta al mundo. Sin embargo esta imagen revela hasta qué punto ellas, las mujeres, son las que cargan no sólo con el peso de la huida de su país en condiciones penosas, sino que también son ellas las que deben soportar la responsabilidad de una integración en los países de acogida. Abandonar de manera obligatoria y muchas veces violenta el país donde hemos hecho nuestra vida no es fácil, asumir que de pronto todo se acaba por la guerra y hay que empezar de nuevo en otro sitio, con otra cultura, con otro idioma es duro y, aún más, para una mujer de cultura árabe. Su papel está, en la mayoría de los casos, definido por unas normas religiosas que le conceden pocas libertades y dan poca importancia a su opinión.

Es habitual encontrar en las ciudades europeas barrios enteros de inmigrantes árabes donde la integración es relativa para los hombres y jóvenes, casi inexistente para las mujeres. Pasan años sin aprender el idioma ni relacionarse con los ciudadanos del país. Ellos aún tienen la oportunidad de adaptarse, de trabajar, de estudiar. Ellas, casi siempre, están condenadas a la limpieza… Y para fregar suelos no hace falta saber idiomas.

No es mi intención hacer una reflexión sobre las razones de la guerra en Siria, si es que las hubiese, ni tampoco sobre las soluciones. Tampoco queda claro que las haya. Simplemente quisiera poner la mirada en esas mujeres que cargan con su vida y la de sus hijos a la espalda, solas y desarraigadas, dejando atrás un pasado y un territorio al que, seguramente, nunca volverán, y con la mirada puesta en un futuro tan incierto como amenazante.

A esas mujeres las he visto en muchos sitios. Las vi en los barcos que las llevaban a América huyendo de la Gran Guerra y del exterminio, las vi huyendo de la Alemania nazi, las vi escapando de la guerra del Líbano y de las dictaduras militares de América Latina. Eran las mismas. Eran ellas también en las guerras de la antigua Yugoslavia.

Todas tienen historias distintas, colores diferentes, idiomas propios pero todas persiguen el mismo objetivo obsesivo: salvar a los suyos. No son ellas las que están en las mesas de negociaciones, no son ellas quienes firman los alto el fuego. Nadie les cuelga medallas cuando las guerras acaban, nadie les recuerda cuando se firman los acuerdos de paz. Pasan a la historia con toda la pena y sin ninguna gloria.

Nosotras el 29 de septiembre hablaremos de ellas en la Ciudad de la Cultura, en la jornada “Inmigración en la Unión Europea: una oportunidad para el crecimiento, un desafío para la integración”.